LA MÁSCARA
Abrió el armario y eligió el
vestido negro sin mangas. Sus brazos desnudos, su cara tapada. De los trajes
colgados se descolgó su aroma. Su mente guardaba bajo el colchón el recuerdo.
La transparencia de sus manos de pianista, las mismas que tantas veces le
habían susurrado partituras de humo; la negrura rebelde de sus ojos; el eco de
su boca inmortal. Cerró el armario para silenciar esa orquesta, para hacerla callar.
Se quitó la máscara y vio sus ojos cansados y otras líneas que trazaban nuevas
geometrías, no le gustó lo que vio. El tiempo saqueando rostros y recuerdos. Se
arregló los cabellos, los recogió en un moño dejando una abertura central para que
pudiese respirar la imaginación. Abrió la bolsa del maquillaje, empolvo el
rostro de rosa, los ojos de marrón, redondeó de dorado los pómulos y alargó las
pestañas hasta rozar el cielo. Se miro al espejo y dio por finalizado el
disfraz; las plumas blancas y el antifaz negro en posición correcta, el vestido
sin pliegues, la máscara perfectamente restaurada, abierta a descubrir otros
mundos, otros olores, otros sabores. Llegó a las diez en punto. Engalanada y enmascarada.
Se encontró con los otros enmascarados, se miraron a los ojos, a ver quién
conocía a quién, y la duda les inspiró desconfianza. Las notas del piano suavizaron
el ambiente y el baile aproximó a los desconocidos. El extraño se acercó sigiloso,
intentando que sus pisadas no interfirieran con la melodía. La miró. Ella vigilante,
lo estudió. Sus ojos rebeldes, un poco achinados, ojos despiertos, curiosos, el
izquierdo con más brillo que el derecho, ojos espías, de conocimiento, de
historias y letras, de viajes y conquistas. Ojos agitados, que piensan, que
imaginan cuando leen, que perciben lo invisible, que le dan sentido a la
palabra y a la vida. Y así hilvanando sus pensamientos en los ojos de aquel
desconocido vio el mar. Se situó delante de ella, alargó la mano y la invitó a
bailar. Con cada giro de vuelta sintió como la mirada del hombre se iba acomodando
en su iris; percibió una extraña fuerza apresándole la retina, ciñéndole la
cintura, sujetándole la nuna (1); una desmedida curiosidad se filtró por su piel, a
quién pertenecía aquella mirada oculta tras la careta africana. De pronto, un
deseo con prisas se abalanzó sobre la máscara y la retiró. De pie en el salón
de espaldas a la noche, se arrepintió. Había saltado del colchón. El anónimo,
siempre paralelo a su vida, con sus ojos de norte y su boca atlántica había
vuelto a trastocarla. Cerró el armario y se desvistió.
(1) Nuna: espíritu, alma en
Quechua (Perú)
@paraulesambaroma
Badalona, 22 de marzo de 2017
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