LOS DUENDES DE LA REALIDAD Y LA FICCIÓN

Me giré hacía mi hermano y le dije que se callase de una vez por todas. Estaba cansada de su cháchara interminable; interrumpía constantemente con preguntas inoportunas el hilo argumental de la novela. Qué guapo era el protagonista, parecía un ángel caído del cielo. Yo que quería alejarme de algunas de mis propias preocupaciones (cuánto tiempo hace falta para desengañarse de los amigos, de los falsos amigos, de sus egoísmos y mezquindades), y mientras tanto mi hermano, inoportuno y pesado, preguntándome si debía o no, abrir la carta misteriosa.

Sonó el teléfono. Mi hermano se negó a cogerlo alegando que la llamada no era para él. Pensé que lo más probable es que fuese Mireia que querría liberarme de mi propio secuestro. ¿Estaba yo preparada para una tarde de debates filosóficos sobre solipsismos y otros estados mentales? Al final me dejé convencer por ella, cuando me argumento la salida festiva, como una posibilidad para despistar, la brevedad de la existencia humana. Fui incapaz de negarme y tampoco quería continuar escuchando sus endiabladas reflexiones. Además, por otro lado, creí que sería conveniente airear mis pensamientos azucarados.

Quedamos a las cinco en el bar de Miguel, para tomar unas copas. Allí nos encontramos con Ángel y Carlos. Ellos acaban de llegar. Al poco rato se unió CH, venía un poco triste. Le preguntamos si le había sucedido alguna cosa, y nos explicó que venía de despedirse una vez más de X, está vez se marchaba, lejos, iba a dar un concierto a Australia; le recomendamos que no sufriera, que seguro que como otras tantas veces, está también regresaría. CH nos dijo que no quería volver a verlo, que está vez era la definitiva en aquella relación monodireccional. Se bebió la bebida de un trago, y se marcho dejándonos con un cierto regusto de preocupación emocional. Miguel, propietario y camarero, al ver nuestras caras desoladas intento a vivar nuestra dormida alegría con un licorcito de manzana. Ángel compartió con nosotros el final de su proyecto de novela y nos avanzó que el chico y la chica no se enamoraban, ni tampoco tenían ningún encuentro sexual. Le insistimos en que pensará un poco más el final de la historia, aludiendo que era mejor que escuchase que querían los propios personajes: si encontrarse o ignorarse. Carlos le instigo con todo un arsenal de preguntas para provocar la salida de alguna respuesta callada, pero no obtuvo ningún resultado. Ángel tenía claro que el relato debía acabar sin saber quien había sido el asesino, y en todo caso, abierto a la opinión de los lectores.

No eran las siete de la tarde cuando Carlos nos anunció que se marchaba a visitar a Alba al hospital. Sorprendidos todos por la noticia, le preguntamos qué había sucedido. Nos explico que había tenido que ser ingresada por un desdoblamiento de personalidad. Decidimos acompañarlo. Mientras su coche se ponía en funcionamiento, nos preguntamos cual de las dos Albas, habría ganado la batalla entre la realidad y la ficción.

Llegamos al hospital justo cuando mi reloj marcaba las siete de la tarde. En la puerta del ascensor coincidimos con M. Dolors. No la habíamos vuelto a ver desde que nos anunció que se marchaba de viaje al pueblo, para cerrar la venta de la casa, que había recibido como herencia familiar. Sabíamos que su marido, el matemático, no la había acompañado y Carlos más atrevido que el resto, no pudo reprimir la curiosidad de preguntarle si por fin había podido hablar con Roberto. En el preciso instante en que M. Dolors nos iba a desvelar que había pasado con su pasado, Mercè y un ramo de margaritas blancas, se colaron por la puerta del ascensor. Mientras el ascensor llegaba a la décima planta Mercè nos comunicó que por fin había descubierto la formula química que le permitiría mezclar todas sus inquietudes: la química, la logopedia, la música, la cocina y la literatura. Ahora era feliz.

Llegamos a la habitación. Alba dormía placidamente. No quisimos despertarla y nos salimos a conversar al pasillo. A lo lejos vimos que Mar se aproximaba hacia nosotros, cargada, como siempre, con su inseparable material facultativo. La expresión radiante de su rostro nos anunció que seriamos beneficiarios de una buena noticia, y así fue como nos enteramos que por fin había logrado escribir la historia de su abuelo, y todos los secretos familiares, cubiertos por la losa del secretismo, por fin habían sido arrojados a la luz. Ahora toda la familia era poseedora de la verdad, y su hija tendría el regalo de ser la primera generación de bisnietos, que sabrían la veracidad de los hechos acaecidos en la vida de su bisabuelo.

Alba despertó. Se puso contenta de vernos a todos alrededor de la cama. Mercè colocó las margaritas en una botella de agua vacía. Alba nos preguntó como que no nos habían acompañado Víctor, Carlos y Fernando; le informamos que Víctor, no había podido venir porque había quedado para verse, por última vez, con un deteriorado amigo; que Carlos se había marchado de viaje con su hermana a Playa del Carmen, y que Fernando, curado de todas sus ingeniosas ingenierías, por fin había encontrado a su naranja mecánica. Todos nos pusimos a reír. Al cabo de un rato, entró el médico y nos pidió que saliésemos un momento de la habitación, el bolsillo de la bata nos desveló su nombre: Descartes. Cuando volvimos a entrar a la habitación, Alba nos recibió con la buena noticia: el médico le había dicho que mañana mismo le daba el alta. La besamos felices i nos marchamos con el sabor dulce de la amistad en los labios.

Anochecía cuando llegué a casa; el cielo presagiaba tormenta. En el vestíbulo de la escalera me encontré con la madre de Tom, le pregunté por él, y nos enzarzamos en una conversación sobre las dificultades que tienen los adolescentes para decidir su futuro profesional. Me explicó que el joven había decidido tomarse un año sabático en los estudios porque quería ser un escritor famoso, y también me declaró que andaba algo enamoradillo. Al llegar a la octava planta nos deseamos buenas noches, y nos despedimos. El viejo ascensor llevaba más de una semana sin funcionar.

Mientras abría la puerta de casa, me pareció que el teléfono sonaba, mi hermano todavía no había llegado. Recorrí el pasillo a paso ligero para poder llegar a tiempo de atender la llamada, pero justo en el momento en que colocaba el auricular en la oreja, la llamada se cortaba, y la palabra diga se perdía en la infinidad del silencio telefónico. Miré el número de la llamada, era Amparo. Más tarde la llamaría. Quería saber como le iba con su reencontrado amor de juventud. La maleta semiabierta y arrinconada en la habitación, me recordó que todavía debía guardar algunas prendas de vestir; a penas hacía una semana, que había llegado de mi fructífero viaje a Oleiros. Mi detallado estudio de campo me permitiría algún día poder utilizarlo en la cabezonada persecución de mi objetivo literario.

Antes de irme a dormir me calenté un baso de leche, me senté en mi sofá preferido y pensé que el juego del lenguaje es algo milagroso, que uno lo puede hacer mejor o peor, pero que es un juego divertido que nos permite hacer malabares como un buen ilusionista.

Badalona, 14 de març de 2013

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