MI COJITA
Mi cojita,
Pienso en aquella muñeca y me traslado a la época
de la niñez. Siento nostalgia. Recuerdo los cromos, los sobres sorpresa, el
proyector de cinexin, la Mirinda de naranja, la canción de Los Diablos: Un Rayo
de Sol; a mi madre tendiendo ropa blanca en el terrado comunitario y el huerto
urbano con sus tomates y sus escarolas. Eran finales de los sesenta. No
teníamos demasiadas cosas materiales pero la sencillez ocupaba un lugar
privilegiado en nuestra vida cotidiana. Vivíamos en la plaza Badalona con la
hermana de mi madre, mi tía María y mis primos, Francisco y José Antonio. Justo
enfrente del bloque donde vivíamos existía un huerto urbano donde l@s niñ@s nos
colábamos a jugar. Cierro los ojos y veo mi muñeca. Su pelo rubio recogido en
dos trenzas y un flequillo recto hasta la altura de sus redondos ojos marrones.
Mi muñeca lleva un vestido de lana con cuadros escoceses rojos; creo que ese es
el motivo por el que me gustan tanto las zapatillas de franela con cuadros
ingleses. Mi muñeca se llama Ana. Le puse ese nombre porque de los tres nombres
en que aparezco inscrita en mi partida de nacimiento, es el que más me gusta:
¡Ana!, para ser sincera, incluso más que mi propio nombre. Mi madre siempre me
ha explicado que en un principio valoraron ponerme el nombre de mi abuela
paterna, Valentina, pero que al final Mari Carmen acabó ganando la partida.
Sabéis a mi muñeca le faltaba una pierna, ahora no recuerdo si era la pierna
izquierda o la derecha. Así que acabe llamándola “mi cojita”. Mi cojita era mi
muñeca preferida, dormía y soñaba conmigo. Mi muñeca y yo éramos felices;
compartíamos juegos y travesuras. Si mi madre me llevaba a merendar al parque de
la Plaza Pep Ventura, mientras esperábamos que mi padre llegara de trabajar, o salíamos
a dar un paseo, yo arrastraba con mi muñeca, con su vestido desgastado y sus
trenzas encrespadas. Un año para la festividad de los Reyes Magos mis padres
quisieron darme una sorpresa y decidieron tirar a la basura a Ana y comprar otra
muñeca. La muñeca nueva también tenía el cabello rubio y llevaba el pelo suelto,
era más grande; vestía una camisa de color fucsia y una falda a cuadros de
Vichy con dos bolsillos laterales del mismo color que la camisa. Aquella mañana
de Reyes salté de la cama con la ilusión alborotada y mágica de una niña de
cinco años que todavía no ha descubierto la verdadera historia de los Reyes
Magos de Oriente. Recuerdo que cuando llegué al comedor me quedé sorprendida cuando
vi entre los juguetes una muñeca alta y rubia. Me cuenta mi madre que sin
acercarme a desenvolver el resto de juguetes me di la vuelta y me fui directa
hacia mi habitación en busca de mi muñeca. Busqué y rebusqué por todos los
rincones sin encontrarla; para calmar mi inquietud por la pérdida de la muñeca,
mis padres intentaron conformarme explicándome un cuento que más o menos decía
así: - los Reyes se han llevado a tu muñeca al país de Oriente para ponerle una
pierna nueva; así mientras Ana se recupera, tú podrás jugar con esta bonita muñeca.
No los escuchaba; ni quería escucharlos. Recuerdo que me entristecí y lloré.
No, yo no quería aquella muñeca de escaparate, yo quería volver a tener entre
mis brazos a mi desgastada y entrañable muñeca. Por más que mis padres
intentaron convencerme de la belleza y de las cualidades de la novedosa muñeca
no lograron calmar mi perdida. Aquella muñeca era para mí una intrusa y jamás
podría sustituir a “mi cojita”. Fue mi primera perdida emocional. Continué
transitando por el camino de la niñez, llegaron otras muñecas, pero ninguna
pudo ocupar su lugar. Al pensar en estos recuerdos veo como ha estado flotando,
como un corcho, el nombre de Ana en mi mente. Regreso al país del pasado. Se
abre una puerta, es Doña Carmen, la portera del edificio. Su hija y yo éramos
amigas; en estos momentos no recuerdo el nombre de la chica, pero si recuerdo
que nos gustaba jugar e intercambiar cromos de picar. Recuerdo que tenía una
caja de latón de galletas Artinata repleta de cromos con imágenes muy bellas.
Un día me regaló un cromo, era un ángel de alas brillantes. Durante años lo
guardé como un tesoro, un día desapareció y no lo volví a encontrar hasta que
un día... No sé por qué, pero al pensar en todos estos recuerdos he pensado que
quizá ya en mi niñez se empezó a tramar la historia de Ana y de Ángel, los
protagonistas de mi película. También Ángel fue otra de mis pérdidas
emocionales, pero esa historia de azul, de palabras y de cielo la dejamos para
otro día. ¡Ahora me voy a dormir! Pero la verdad es que no puedo dormir, el
texto y el tema de la pérdida me siguen acompañando, ondean en mi mente.
Resulta fácil escribir sobre la perdida de una muñeca, solo fue una pérdida
infantil, pero la verdad es que me da miedo pensar en las pérdidas reales; las
pérdidas de las personas que amamos; ese hueso de melocotón que se te atraviesa
en la garganta, ese pico del triángulo que se te clava en el esternón y te
impide respirar; ese dolor de muerte que apaga la risa y aviva el llanto; esa
sombra que aleja a los seres que queremos e inunda de tinieblas nuestro mundo
de luz. He compartido casi toda mi vida con mis padres, siempre me han dado lo
mejor de su ser. Muy joven tuve que vivir su ausencia porque a mi padre le
diagnosticaron una enfermedad rara y tuvieron que marcharse a Madrid para que
lo trataran en el hospital Ramón y Cajal. Fueron años de puertas y de ventanas
cerradas. Mi complicidad con mis padres siempre ha sido dulce y mágica y, fue
el amor, la medicina que ayudó a mi padre a afrontar su enfermedad. Mientras
escribo escucho sus toses a lo lejos, están viendo la televisión en el comedor;
sé que algún día si mi cohete no despega antes que el suyo, me tendré que
despedir de ellos, y eso me aterra. Como veis me era más fácil retornar a mi
niñez, que dar la cara ante las pérdidas afectivas que están amarradas con
fuerza a mi vida.
#paraulesambaroma
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