LA CENA NEGRA
Bea y Pepe nos han invitado a
cenar. Hace años que somos amigos. A menudo solemos quedar a cenar fuera de
nuestros respectivos hogares, porque a los cuatro nos gusta conocer nuevos
restaurantes. La semana pasada, Pepe me llamó, para decirme que nos invitaban a
cenar y así aprovechar para enseñarnos su
nueva propiedad. Me quedé un poco sorprendida por la noticia, pues Bea y Pepe
son dueños de un dúplex, en Paseo de Grecia, que quita el hipo. Antes de que
pudiese hacer alguna pregunta, Pepe se adelantó y me explicó, que en estos
últimos meses en los que no habíamos coincidido demasiado, habían cambiado de
domicilio. Así pude enterarme que a través de un amigo de su padre, un viejo
subastero, habían adquirido una fabulosa vivienda. Se le notaba feliz y
pletórico, como un recién enamorado. Me contuve para no preguntarle el precio
de la compra y otras preguntas que aparecieron revoloteando por mi curiosidad,
pensé que sería mejor reservarlas para la noche de la cena. Antes de colgar el
teléfono y de despedirnos, me dijo que si a nosotros no nos importaba les hacía
ilusión que todos fuésemos vestidos de gala, pues sería una cena muy, muy
especial. Me dio la dirección y quedamos en vernos el próximo sábado en su
nueva casa, a la ocho y media de la tarde. Nos despedimos y colgué el teléfono.
Cuando le comuniqué a Ismael, que
Bea y Pepe se habían comprado una nueva casa y que estábamos invitados a cenar,
se puso contento y enseguida pasó a preguntarme que podríamos llevar como
detalle a la cena; entre sus obsequios estaba una botella de vino, un cava Brut,
una caja de bombones o un ramo de flores, también sugirió la posibilidad de
comprar algún objeto decorativo para la nueva casa o incluso llevar ambas
cosas. Lo sentía generoso como un Santa Claus con su saca llena de regalos.
Mientras él iba dándole vueltas al tema del regalo, yo iba pensando como
plantearle que tendríamos que ir vestidos de gala; no sabía cómo le sentaría
tener que abandonar sus viejos tejanos y jerséis de lana para vestirse con
esmoquin, camisa y corbata; también he de decir, para ser sincera, que maldita
la gracia que me hacía a mí vestir de
largo; desde el verano había cogido unos kilos de más, y no había
logrado desembarazarme de ellos. Cómo me quedaría el vestido negro largo y ajustado;
me veía por momentos convertida en una morcilla enlutada. Echando mano de mi
creatividad pensé que esta temporada que estaban de moda los tules, podría
comprar un trozo, y hacer una falda superpuesta al vestido ceñido, para
intentar camuflar la barriga y las posaderas. Andaba tejiendo por los aires,
cuando de lejos, me pareció oír que Ismael me llamaba desde el cuarto de estar.
Desde que decidimos poner un sofá de dos plazas, unas estanterías de IKEA para
colocar libros y una mesa para el ordenador, mi marido se evapora de la
existencia terrenal, en ese espacio hogareño, que ha convertido más en suyo que
en mío.
Entré en el cuarto y vi a Ismael
con el ordenador encendido. Se giró y me dijo extrañado que acababa de mirar
por Google la dirección exacta de la nueva choza de nuestros amigos, y que allí
no aparecía ninguna casa, ni ningún edificio, tan sólo la fotografía de un
viejo castillo. Me acerqué para ver bien la imagen que Ismael me estaba
señalando y en efecto vi un castillo centenario. Nada más verlo pensé que allí bien podría vivir el
conde Drácula o algún familiar cercano. El vello se me erizó. Le pedí a mi
marido que volviese a teclear la dirección, no fuese el caso que se hubiese
equivocado al poner el nombre o el número de la calle, pero Google Maps
eficiente nos volvió a mostrar la misma fotografía: un castillo tenebroso. A la
mañana siguiente llamé a Pepe con la excusa de que no encontraba el papel donde
había apuntado la dirección. Pepe cordial me dictó el mismo domicilio. No me
atreví a preguntarle si se habían comprado un castillo. Al final convencí a
Ismael para que se vistiese de esmoquin; él bromeó con la posibilidad de
incorporar una larga capa negra y unos dientes afilados.
La tarde del sábado se presentó
gris y nublada, no tardaría en llover. No quise verbalizarle a Ismael que sólo
nos faltaba la lluvia para acompañarnos hasta el siniestro castillo. Me sentía
incomoda y no sabría decir si se trataba por la estrechez del vestido o por el
estómago contraído, el caso es que fuese
lo que fuese, algo me hacía sentir intranquila. El mal tiempo y la niebla nos
impidió que pudiésemos visualizar el paisaje con claridad, no había farolas ni
postes indicativos, nos perdimos y tuvimos que retroceder. Al final, cuando
apenas faltaba un minuto para las ocho y media, llegamos a la entrada
principal, una vieja puerta forjada de hierro, se abrió de par en par, para
dejarnos pasar. Un estremecimiento rozó mi cuello. Un camino de tierra nos
condujo hasta la entrada principal. Daba miedo conducir por aquel camino negro
y silencioso. De pronto ante nosotros se alzó una mansión tenebrosa. Observamos
que de una de sus ventanas se proyectaba una luz amarillenta. Aparcamos el
coche. Me cogí del brazo de Ismael como si creyese que en cualquier momento
iban a saltar sobre nosotros una legión de vampiros.
-
Mujer que vamos a cenar a casa de unos amigos,
tranquilízate –me dijo. Ni que hubiesen planeado asesinarnos.
Seguía con el miedo pegado en el
tul y en mi cuerpo, y no le dije nada a Ismael. Sólo miraba la puerta, no había
timbre, tocamos una vieja campana. Esperamos un rato, no oímos nada. De pronto,
un ruido pesado y metálico nos anunció que la vieja puerta se abría. Apareció
un hombre. Si digo que el corazón se me paró de golpe, creerán que miento, pero
se me paró el corazón y se me congelaron todos los órganos del cuerpo. El
mayordomo, un hombre con una cicatriz que le cruzaba toda la cara, un ojo
descolgado y el labio inferior quemado, dio un paso atrás, para dejarnos
pasar hacía una oscura ante sala. Lo
seguimos. Con voz ronca y profunda nos hizo saber que los señores no tardarían
en bajar al comedor, pues estaban terminando de arreglarse. Después nos señaló,
con la mano, que entrásemos en una habitación, y desapareció. Aunque aquel
hombre espeluznante se había retirado yo seguía sintiendo sus ojos en mi
espalda, y todas las clases de miedo recorriendo mi rígida columna vertebral.
Entramos en una estancia, más bien amplía, llena de cuadros oscuros. En el
centro del comedor una mesa de madera alargada, en cada extremo dos grandes
candelabros, proyectaban una luz mortecina. Creía que lo mejor era largarse de
allí cuanto antes, pero no pensé en la curiosidad insaciable de mi marido. Yo estaba atónita.
-
Mira ahí –me susurro Ismael. ¿Es lo que yo creo?
Si. Eran dos esposas cerradas y
un látigo de cuero. Me pregunté qué harían allí aquellas piezas desentonando
con el resto de objetos que decoraban la sala. El viento golpeaba la ventana y
yo cada vez sentía más frío y unas ganas locas de salir de aquel lugar
corriendo a toda pastilla, y me acordé de aquella frase: pies para que os
quiero!
Nuestros amigos aparecieron por
fin. Ella con una larga capa roja, unos
zapatos rojos de vértigo y un vestido de terciopelo rojo muy escotado; él con
una larga capa negra, esmoquin negro, zapatos de charol y la camisa blanca
medio desabrochada. Sus rostros, para asombro nuestro, estaban cubiertos por
unas preciosas máscaras venecianas. Nos abrazaron. Yo por un momento dudé de
que realmente fuesen nuestros verdaderos amigos. Se me vino a la mente la imagen de una
película de Tom Cruise.
-
En una cena como la de esta noche, no podía faltar un cierto toque de
misterio - dijo Pepe seductor y se puso
a reír a carcajadas. Nos dieron dos máscaras para que nosotros también
entráramos en el juego.
Nos acomodamos en la mesa; las
máscaras permitían comer pues sólo cubrían hasta la nariz. La doncella, una
joven delgada, con una larga caballera que le cubría hasta las posaderas, entró
apenas con el delantal como única prenda, tras el antifaz mis ojos no hacían
otra cosa que gritar en busca de la mirada de mi marido, para que entendiese
que teníamos que huir de allí lo antes posible, pero él, pobre infeliz, estaba
como loco disfrutando del espectáculo doméstico. Sin ningún tipo de rubor nos
sirvió vino en unas grandes copas negras acristaladas. Al poco rato entró un
joven vestido de la misma guisa, sosteniendo una bandeja que depositó en el
centro de la mesa. En la bandeja cuatro platos: uno lleno de corazones de
pollo, otro repleto de hígados de pato, otro cargado de riñones de cordero y el
último colmado de lenguas de vaca. Como podéis imaginaros sentí náuseas, muchas
náusea, pero me sentía incapaz de moverme de la silla y de poder llegar sola,
sin Ismael, al servició, donde quiera que estuviese ubicado; así que bebí más
de aquel brebaje caliente y dulzón que la doncella, amablemente, iba añadiendo a
mi copa. Intenté hacerles a nuestros amigos algunas preguntas sobre la compra
del castillo, más por sosegarme que por curiosidad, pero las rehusaron
diciéndome que luego en los postres y saboreando el cava, con el que les
habíamos obsequiado, nos lo explicarían todo. Como Bea se percató de que las
vísceras elegidas no eran mucho de mi agrado, pidió a la joven doncella, que
trajera queso y otros manjares. Mi estómago nauseabundo no dejaba de dar
vueltas, y yo para calmarlo bebía, bebía y bebía.
Solo recuerdo que a la mañana
siguiente amanecí desnuda en la cama y mis manos esposadas. Llamé a Ismael pero
no me contestó.
Badalona, 1 de diciembre de 2016
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