EL AYUNTAMIENTO DE PALOMAR INFORMA

Claudio las miró. Allí estaban un día más, un montón de manchas oscuras de una nueva bandada de palomas que se habían parado a descansar en el hilo eléctrico que cruzaba su terraza, y en el filo de las canaletas. Aquella mañana calurosa de julio, a las diez de la mañana, Claudio decidió que ya no aguantaba más ni el calor, ni las repugnantes manchas, ni las insoportables palomas, se dirigió hacía el taller donde guardaba sus herramientas y también sus escopetas de caza, cogió la más ligera y volvió hacia la terraza. Disparó tres veces al aire, y la bandada de pájaros, asustada, se elevó hacia el cielo como una nube de humo.
Al oír los disparos su mujer, Elisa, aterrorizada fue corriendo a la terraza haber que había ocurrido. Desde hacía más o menos un par de meses su marido mostraba extraños comportamientos, salía a pasear el perro con pijama, no sabía si ésta excentricidad era fruto de las altas temperaturas o bien de qué algo había dejado de funcionar en la cabeza de su marido. Le había insistido varias veces en ir a visitar al médico para que le realizase un chequeo general, pero él cegado de cabezonería se negaba a oír sus consejos. Cuando Elisa subió y lo vió empuñando la escopeta sintió un frió inesperado recorriéndole la espalda.  
-         ¿Se puede saber qué haces?
Miró a su mujer con ojos desorbitados y unas gotas de sudor recorriéndole la frente.
-         Estoy cansado de tanta pluma.
Tres horas después Claudio volvió a subir a la terraza, para comprobar que las palomas habían emigrado hacia otros terrados o postes. Pero pudo observar que sus disparos no habían servido para nada, más bien al contrario, parecía que habían dado toque de pito y todos los pájaros del vecindario habían decidido celebrar la fiesta de verano en su terraza. Cerró la puerta de golpe y bajó disparado hasta el jardín, enloquecido pisó las camelias y magnolias, y removió las piedras y gravilla que consumo cuidado había colocado Elisa en la confección de su pequeño jardín japonés. Llegó hasta la puerta vallada de madera blanca, la abrió y salió sin despedirse de su mujer. Claudio salió tan disparado que arrojo al suelo la bicicleta del joven cartero, no se paró a recogerla, y tampoco reparó que el cartero acababa de depositar una carta en el buzón.
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Elisa que estaba preparando una sabrosa ensaladilla rusa con atún, pimientos y olivas, y un dorado pollo rustido escuchó el ruido de la cancela, salió y ojeó que la puerta del jardín estaba entreabierta. Gritó varias veces el nombre de su marido pero nadie le respondió. De regreso a la cocina pudo ver el derrumbe de su pequeño paraíso japonés, todo el cariño y mimo que había puesto en la confección de aquel armónico paisaje había sido destruido en cuestión de un minuto. Todavía estaban frescas las huellas de las zapatillas de Claudio. Se limpió las manos en el delantal, se agachó e intentó enderezar alguna planta y salvar algunas flores. Cabreada como un huracán se levantó del suelo y sin pensarlo dos veces se dirigió hacia el cuarto de herramientas de Claudio, abrió cajones y armarios, sacó herramientas de un lugar y las trasladó a otro nuevo, destapó botes de pintura, y volcó clavos y tornillos. Cuando llegase encontraría su taller de  bricolaje alterado lo mismo que él había dejado su jardín, estaba cansada de experimentar que no ponía ningún interés en las cosas que a ella le importaban, quizás así lo entendería: ojo por ojo, diente por diente.
Claudio caminó casi medio kilómetro hasta llegar a la ferretería de su amigo Félix, una pequeña tienda, situada casi a las afueras del pueblo, donde se podían encontrar los artículos más diversos y variopintos desde electricidad, jardinería, iluminación, pasando por pinturas, cerrajería, plomería, hogar, perfumería, droguería… Justo antes de cruzar la puerta del establecimiento Claudio notó como algo le caía en la cabeza, se rascó con la mano derecha, y al mirarse la mano pudo ver entre sus dedos el excremento de una cagada de paloma. Por encima de sus sucios cabellos volteándolo y retándolo como si supusiese cuales eran las intenciones del caballero, la paloma vestida de gris veteado y con dos franjas negras en las alas y una en la cola, lo miro con plumas de venganza. Claudio saco del bolsillo del pantalón un pañuelo arrugado de papel y como bien pudo se limpió la suciedad de la  paloma perversa. No dudo un instante y entró en la tienda. Sabía con certeza que seria el ganador de una guerra que estaba a punto de finalizar. 
Durante más de una hora su amigo Félix le informó con todo lujo de detalles de todos los métodos existentes, para acabar con la plaga de palomas. Le mostró una pasta de gel que le ayudaría ahuyentarlas, repelentes con aerosoles, un sofisticado sistema de ultrasonido, que a alguna vez el párroco había utilizado        2.-
 
en el campanario de la iglesia, un sistema de mallas que se utilizaba en la protección de edificios; de todos los procedimientos el que más convenció a Claudio fue el sistema de púas. Félix le explicó que las púas se podían fijar con pegamento de silicona o de forma más duradera con tacos y púas; optó por la elección del gel para el cable que cruzaba la terraza, y los tacos y púas para las canaletas y los filos de la terraza, está vez no se iban a escapar. No puso ninguna objeción en el precio. Pagó la cuenta y se marchó satisfecho.
Llegó a casa. No abrió el buzón de correo, pasó por el jardín y se fue con el paquete envuelto hacia el taller de bricolaje. Lo encontró todo revuelto y desordenado, supuso que habría sido obra de la bruja de su mujer, pero ahora no tenía tiempo para discusiones, esa batalla la dejaba para más tarde cuando hubiese acabado por fin con las malditas palomas. Encendió el fluorescente leds que ocupaba el centro del techo del taller, y cogió la escalera que antaño había utilizado para pintar los techos más altos de la casa. Cruzó el comedor y se dirigió hacia la terraza con la escalera acuesta y el gran paquete envuelto con papel de embalaje. Su mujer al verlo lo siguió. Claudio dejó caer el paquete encima de la mesa de terraza que su mujer se había empeñado en comprar el verano pasado en el centro comercial IKEA, se le vino a la memoria el trabajo que le costó hacer encajar todas las piezas del conjunto con la llave allen, la mesa  y las cuatro sillas; uno de los múltiples caprichos consumistas de su mujer, por él habría continuado disfrutando del descolorido y cómodo balancín. Abrió la escalera justo encima del cable donde se colocaban las palomas. Le pidió a Elisa que sujetase la escalera mientras él colocaba el gel en el la línea tensada. Una sonrisa complaciente se le pegó en los labios imaginándose las patitas de las palomas enganchadas en el cable. Se bajó de la escalera y la cambió de lugar para empezar a colocar estratégicamente el sistema de púas. Cogió los tacos y las púas y subió todos los peldaños con una gran alegría hasta llegar al peldaño más alto, donde experimento una dosis extra de placer.   
Claudio cogió la primera púa y el taco. Mientras Elisa esperaba que su marido le pidiese el martillo o alguna otra herramienta,  desplazó la mirada por el resto de terrazas. De pronto Elisa creyó estar viendo un milagro, se alejó de la escalera para ver mejor al atractivo vecino, que recién parecía salido del anuncio de Dolce&Galbana Light blue, y sin parpadear se quedó observándolo
                              
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como si no hubiera nada más bello entre su terraza y la de enfrente. Y así pudo ver, a aquel joven escultural extendido sobre
la hamaca, sus esculturales extremidades y sus cabellos revueltos descansando al sol, y fantaseando cual joven adolescente se vio sentada al lado del joven Dionisio extendiéndole crema solar por todo su cuerpo. Le pareció oír que su marido la llamaba pero ella estaba lejos, muy lejos, y no lo oyó.  Un golpe sonoro y sordo le devolvió de sus excitadas ensoñaciones a la realidad.
La escalera y las extremedidades de Claudio yacían en el suelo, sin hamaca y sin bañador. Claudio intentó moverse pero lo único que salió de su cuerpo fue un grito agudo de dolor. Claudio alzó la mirada. Allí, alienadas en el filo de la canaleta, un conjunto de palomas le gorgojeaban el canto de la victoria. Elisa fue corriendo a llamar a una ambulancia. La última cosa que Claudio vio, antes de que el servició de emergencia lo trasladara de la terraza al hospital, fueron unos ojos negros profundos, fijos en los suyos, completamente mudos y satisfechos.
Pasaron algunas horas hasta que el doctor salió a hablar con Elisa para comunicarle que su marido se había roto tres costillas, la tibia y el peroné de la pierna derecha. Le informo que había sido una caída desafortunada, que tendrían que operarle en breve, y que el proceso de recuperación requería de una fuerte dosis de paciencia, porque seria un proceso largo y difícil tanto para el enfermo como para los familiares. El médico le recomendó que marchase a casa y descansase algunas horas, que no se preocupase por nada, que su marido quedaba en buenas manos.
De camino a casa Elisa se aparto unas pequeñas lágrimas que aparecieron en sus ojos. La calle no estaba muy alumbrada, no se veía a nadie por el vecindario. Llegó ante la puerta de su casa, sin saber porque abrió el buzón de correo y extrajo una carta. Cruzó el pasillo del recibidor, encendió la luz del comedor y se sentó en el sofá. Se puso a mirar la carta que tenía entre las manos, era una carta del Ayuntamiento. La abrió. Leyó. El Ayuntamiento del pueblo de Palomar informa que subvencionará un plan de ayudas para los vecinos que quieran acabar con el problema de gaviotas, palomas y pájaros en sus terrazas. 
 
Badalona, 14 de julio de 2015                                           4.-
 
 
 
 
 


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