VALENTINA Y EL SEÑOR RAMÓN ALEGRE
Esta noche tenemos un invitado a
cenar. Ayer, papá llegó muy contento y le dijo a mamá que se había encontrado
con su viejo amigo Ramón Alegre, a quien no había visto hace muchos años.
-Ramón- explicó papá-es un gran
amigo del colegio. ¡Tenemos tantos
recuerdos en común!
Le dijo a mamá que lo había
invitado a cenar mañana.
El amigo de papá debía de llegar
sobre las nueve. Mamá me había peinado bien, me hizo una cola de caballo y me
puso el vestido de los domingos. Papá me había dado muchos consejos, me había
dicho que debía portarme bien, y que debía escuchar mientras los mayores
hablaban. También me dijo papá que escuchará a su amigo Ramón, según papá,
debía ser un tipo fantástico, que había triunfado en la vida y que eso ya se
veía venir desde el cole, y justo entonces llamaron a la puerta.
Papá fue abrir y entró un señor
muy delgado.
-¡Ramón! –gritó papá.
-¡Viejo amigo!-gritó el señor.
Y se pusieron a darse palmetazos
en la espalda, pero parecía que ambos estaban contentos de saludarse. Después
de los achuchones, papá se volvió y señaló a mamá, que salía de la cocina con
una gran sonrisa. -Ramón, te presento a mi mujer. Mi amigo, Ramón Alegre.
Mamá extendió la mano y el señor
Alegre le dio un abrazo muy fuerte y dijo que estaba encantado de conocerla y
que era muy guapa. Luego papá me hizo un gesto con los ojos para que me
adelantase y dijo: -Y ésta es mi pequeña Valentina.
El señor Alegre parecía muy
sorprendido de verme y abrió mucho los ojos y eso que los tenía de topillo,
silbó y dijo: -¡Pero si ya es una jovencita! ¿Ya vas al colegio?
Y me pasó la mano por la
coleta. A mí no me hizo nada de gracia,
sobre todo cuando al llegar la final me dio un pequeño estirón del pelo en plan
simpático, y el señor Alegre se echó a reír.
Papá también se rió, y mamá corto
las risas diciendo que íbamos a tomar el aperitivo.
Nos sentamos en el comedor y mamá
sirvió Martini, patatas fritas, berberechos y olivas rellenas. A mí no me
pusieron vermú, a mí me pusieron naranjada, pero comí aceitunas que me gustan
mucho. Papá levantó el vaso para hacer un brindis y dijo: -Por habernos
encontrado y por nuestros recuerdos en común, querido amigo Ramón.
-¡Mi viejo amigo!-dijo el señor
Alegre, y le dio un gran manotazo en la espalda a papá, y a papá se le cayó el
vaso de vermú en la alfombra nueva de mamá.
-No es nada – dijo mamá.
Pero yo sabía que a mamá no le
había gustado nada que su alfombra nueva se manchara. La tendría que llevar a
la tintorería.
-No, eso se seca enseguida –dijo
el señor Ramón, y se bebió su vermú, y le dijo a papá:- me puedes servir otra
ronda y entonces añadió que le hacía gracia verlo haciendo el papel de papá
mayor.
Papá, que volvió a llenar su vaso
y se había apartado un poco por lo de los manotazos en la espalda, se atragantó
un poco con una oliva y luego dijo: -Mayor, lo que se dice mayor… Tampoco hay que
exagerar, si tenemos la misma edad.
-No, hombre –dijo el señor
Alegre-, acuérdate, ¡en clase eras el mayor de todos!
-¿Y si sirvo la comida? –preguntó
mamá.
Le dijimos a mamá que sí. El
señor Alegre que estaba enfrente de mí, me dijo:
-¿Y tú jovencita no dices nada?
¡No se te oye! Estas muy calladita
- Mi papá dice que primero Usted
debería preguntarme algo para que yo pueda contestar-le respondí.
Eso le hizo gracia al señor Alegre, que se puso muy animado,
y entonces empezó a dar palmoteadas encima de la mesa, y los vasos del vermú
hacían clin-clin-clin. Cuando terminó de reírse, el señor Alegre le dijo a papá
que estaba muy bien educada, y papá le dijo que si, que era una niña muy buena.
-Sin embargo, si no me recuerdo
mal, tú eras un buen bicho –dijo el señor Alegre.
-¿Quieres un poco de pan? -le
preguntó papá.
Mamá llegó con una bandeja llena
de entremeses, jamón, chorizo, salchichón y queso, y empezamos a comer.
-A ver, Valentina –preguntó el
señor Alegre ¿eres una buena alumna en clase?
En vista de que el señor Alegre
me había preguntado, contesté.
-Sí –le dije al señor Alegre.
-¡Porque tu padre era un bala
perdida!
-¿Te acuerdas, amigo?
Papá se salvó de otra palmada en la
espalda por un pelo. No parecía que el tema le divirtiera mucho, pero el señor
Alegre continuaba riéndose a carcajada limpia.
-¿Te acuerdas de cuando le
derramaste el frasco de tinta en el bolsillo a tu compañero de mesa?
Papá miró a su amigo, me miró a
mí y dijo:
-¿Derramar? ¿Frasco de tinta?
¿Compañero? No recuerdo nada.
-¡Si, hombre, sí! –dijo el señor
Alegre-. ¡Si hasta te castigaron tres días sin ir al colegio! Te acuerdas de la
historia con el profesor de matemáticas cuando le colgaste en la pizarra un
calendario atrevido, ¿te acuerdas…?
-¿Os apetece más jamón? –preguntó
mamá.
-¿Qué es un calendario atrevido?
-le pregunté a papá.
Papá se puso un poco acalorado y
me recordó que no debía hacer preguntas. Me quede con las ganas de saber que
era un calendario atrevido.
-¡La historia del calendario fue
cuando tu papá se atrevió a colgar un calendario atrevido al profesor de latín
en la pizarra, y el profesor apareció justo cuando tu papá estaba poniendo el último
trozo de celo! ¡El profesor le pusó un cero!
A mí me pareció de lo más divertido, pero por
la cara que estaba poniendo papá, vi que sería mejor no reírme en ese momento.
Me esperaría para reírme luego un poco más tarde, cuando estuviera sola en mi cuarto.
Mamá apareció con otra bandeja
que contenía un pollo asado con patatas y papá empezó a trocear el pollo.
-¿Cuánto es siete por siete? –me
preguntó el señor Alegre.
-Cuarenta y nueve, señor- le
respondí (lo había aprendido esa semana en el cole, ¡qué suerte!)
-¡Bien, muy bien! –exclamó el
señor Alegre-. Sabes jovencita, me sorprendes, porque tu padre, con los
números…
Papá gritó, era porque se había
cortado un dedo al cortar el ala del pollo. Papá se chupó la sangre que le
resbalaba por el dedo mientras el señor Alegre, que es realmente un señor muy
alegre, se reía muchísimo y le decía a papá que seguía igual de hábil que
antes, que no se apañaba bien ni con los cuchillos ni con los balones. -¿Te
acuerdas del balón? -dijo el señor Alegre. Yo no me atrevía a preguntar qué era
lo del balón porque vi que papá no estaba nada contento, y mamá para disimular
me preguntó si prefería el muslo o la pechuga.
Mamá trajo enseguida el postre de
natillas con azúcar tostada. Al señor Alegre todavía le quedaba en el plato el
muslo de pollo y algunas patatas y, ¡tachán!, aparecieron las natillas.
-Discúlpenos qué vayamos tan
deprisa –dijo mamá-, pero como entenderá la niña tiene que acostarse temprano,
mañana tiene que ir al colegio.
-En efecto –confirmó papá-.
Valentina, cómete las natillas y a la cama, mañana hay que madrugar.
- ¿Qué ocurrió con el balón?
–pregunté muerta de curiosidad.
Hice mal, porque papá se enfadó y
se cabreó, y me dijo hiciera el favor de tragarme las natillas o si no me iba a
quedar sin postre.
- Le dio tan fuerte al balón que
hizo añicos la ventana de clase. ¡Y le pusieron tres ceros por mal
comportamiento! – me explicó el señor Alegre.
-¡Directa a la cama! – me dijo
papá sin contemplaciones. Se levantó de la mesa, me cogió por debajo de los
brazos y me levantó en vilo diciendo -:¡Aupa!
Yo estaba terminando las
natillas, que es mi postre favorito. Y claro, cuando me fue a coger, se me volcó
la cuchara y fue directa a la alfombra de mamá pasando por la chaqueta a papá,
pero papá tenía tantas ganas de llevarme a mi habitación que no me dijo nada.
Más tarde escuché a papá y a mamá cuando subían a su
habitación: -¡Ay! –Exclamaba mamá-. ¡Tenías tantos recuerdos bonitos en común!
-Está bien, está bien –decía
papá, que no estaba de buen humor-. ¡No pienso volver a invitar al bueno de
Ramón!
Me acomodé en la cama y pensé que
era una pena no volver a ver al señor Alegre. A mí me pareció la mar de
simpático. Sobre todo porque hoy a mí me han puesto un cero en el colegio y
papá no me ha preguntado nada.
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